miércoles, 27 de septiembre de 2017

¿Omar, quizás?


Ocho y media de la mañana. Cuando penetré en la habitación siguiendo a la enfermera, la sombra de los prejuicios se abatió sobre mí al ver que me había tocado por compañero un musulmán.  Contestó a mis buenos días con otros buenos días casi inaudibles. Su acompañante dormía acurrucado en un sillón junto a su cama. Aliviado, comprobé que me habían asignado el lado de la ventana. Una cortina  a medio correr amparaba nuestra intimidad. Fui dejando mis cosas en el armario V. 
- Enseguida pasamos a rasurarte y a ponerte una vía; tu operación va a ser la segunda, me indicó la enfermera. 
Un tanto nervioso, miré por la ventana. A mi vista se ofrecía parte del barrio del Queiles, del polígono industrial y las laderas de Santa Quiteria. Un mañanero sol otoñal se abría paso entre algunas nubes de algodón y plomo.

Pidió educadamente permiso para poder utilizar su armario, el P. Lo pude apreciar mejor: era alto, delgado, moreno, con rostro demacrado y anguloso, oscurecido por una barba incipiente, en el que destacaban unos ojos vivos un tanto prominentes. Le eché entre treinta y cuarenta años. Retornó a su lugar musitando un gracias imperceptible. Volvió la enfermera y comenzaron los preparativos. Paseo en cama hasta el quirófano.  
-Hernia inguinal bilateral, ¿verdad? Asentí. ¿Quieres epidural o anestesia general?
-Total, no quiero saber nada de lo que pase ahí dentro.
Y no me enteré. Un vez en la habitación, a pesar de encontrarme amodorrado, pude darme cuenta de que recibió algunas visitas y salió con ellas fuera para no molestarme. Por los comentarios supuse que había comido poco. Tuve que pedir ayuda para ponerme en pie pues soy de las personas incapaces de hacer una micción en una redoma estando postrado. Pasé la tarde sin ganas de pegar la hebra a pesar de la compañía de amigos y familiares. 

No quise que se quedara nadie para acompañarme durante la noche. Mi mujer había sido operada recientemente y mi hijo había hecho más de seiscientos kilómetros para venir y, al día siguiente, tendría que hacer otros tantos para volver. Ya me las arreglaría con las auxiliares para levantarme.

Al poco de que mi familia se marchara, ya con la luz apagada, escuché un tenue murmullo monocorde procedente del otro lado de la cortina. Comprendí que estaba rezando. Me propuse no buscar ayuda para levantarme y orinar. Lo conseguí la segunda y tercera vez. A veces dormí y otras permanecí en duermevela. Hacia las seis y media de la mañana volví a escuchar la salmodia monótona susurrada durante un rato. Otra vez la oración, me dije. Por la mañana me preguntó qué tal había pasado la noche; me manifestó que me había escuchado pero no quiso molestar, y que estuvo atento por si precisaba algo. Después de desayunar, en la visita médica, nos anunciaron a ambos que podíamos marchar a casa en cuanto nos trajeran la documentación del alta. Como esto sucedió cercana ya la hora de la comida nos propusieron quedarnos a comer si lo deseábamos. 

Comenzamos a prepararnos. Me fijé en su vestimenta: un pantalón blanco y una especie de túnica también blanca, ambos impolutos; algo parecido a un jabador marroquí. Llevaba puesto lo que supuse un kufi del mismo color. Entablé una conversación parca, iniciada por él. Hablaba en tono muy bajo. Supe que llevaba internado seis días, que le habían intervenido de alguna dolencia del estómago y que vivía en el cercano pueblo de Villafranca. Nada más. Ni su nombre, ni su procedencia y, mucho menos, su situación.

Intuí que se trataba de una persona muy bien conceptuada porque tuvo numerosas visitas, de ambos sexos, todas muy atentas y comedidas. Me sorprendió que, cuando se encontraba en los momentos de oración, lo dejaban tranquilo.

No quise quedarme a comer. Él creo que sí. Al salir, estreché su mano deseándole la recuperación y que no nos volviéramos a encontrar en circunstancias semejantes.

Ya en los pasillos, un tanto abochornado por mis prejuicios iniciales, al reparar en que desconocía el nombre de una persona con la que había convivido unas horas y me había tratado con tanta corrección, hice un gesto de perplejidad, me encogí de hombros y, sin saber por qué, quizás por una de esas estupideces que a veces se nos ocurren, me dije: tal vez se llame Omar.

miércoles, 6 de septiembre de 2017

Sentí desfallecer



Sentí desfallecer.
Vi emerger un sórdido leviatán
de la profundidad de los miedos,
aflorar el desaliento con giros de amargura
y semblante de crisantemo.
Percibí la desazón arañando mis mañanas
y el desasosiego hurgando el destello de mis noches.
Un escalofrío de incertidumbres
anegó mis horas una a una.
Tenía los oídos ciegos a la confianza.
Los ojos cuajados de infortunio.
Mas, un apagado resplandor
-fanal en la oscuridad-
sembró la flor dúctil de la esperanza
precursora del optimismo.
Sin embargo, a pesar de ello, todavía...
                                           sentí desfallecer.


Felipe Tajafuerte. 2017

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