martes, 30 de septiembre de 2014

Por la Ruta de la Plata


Abandonamos Gijón a las nueve de una mañana clara y soleada, con un sentimiento de resignación ante las horas de viaje que nos esperan antes de alcanzar nuestro destino. Circulamos por la Autovía Ruta de La Plata que une Gijón con Sevilla; el autocar es confortable y nuestros asientos, en primera línea, nos permiten disfrutar del paisaje que, tornadizo, va deslizándose ante nuestros ojos. Hacemos nuestra primera parada en Oviedo y, después de recoger algunos viajeros, continuamos la marcha dejando atrás las calles de la capital del Principado y la torre gótico-renacentista de su catedral.

La catedral de Oviedo
Nueva parada en Mieres que abandonamos sin que nadie suba al autobús. Vamos dejando atrás los valles mineros y los restos sobrevivientes de la reconversión. Por el valle de Lena busco infructuosamente la silueta de Santa Cristina, la iglesia prerrománica visitada hace unos días. La carretera sigue el curso del río Caudal hasta llegar al túnel del Padrún, cuya largura de casi dos kilómetros nos hace pasar de las verdes montañas asturianas a los macizos rocosos leoneses.

El panorama va mutando progresivamente y el sol cae a plomo cuando hacemos la entrada en Benavente atravesando sus concurridas calles hasta la estación de autobuses, donde hacemos una breve parada y proseguimos. A lo largo de estas horas, el intenso verdor asturiano ha dado paso al verde-gris leonés y, más tarde, a los ocres y blanquecinos zamoranos. 

Llevo un tiempo amodorrado, la siesta del carnero, imbuido, quizás, por la monotonía del paisaje. Falta poco para las tres de la tarde cuando hacemos nuestra entrada en Zamora, con una pausa de media hora para comer. 

El Duero a su paso por Zamora

Camino de Salamanca mi sopor vuelve a incrementarse y ni se me ocurre utilizar el e-book que tengo a mano. Las siluetas de la catedral y universidad salmantinas resplandecen recortando un horizonte canicular. Tras quince minutos de receso en la capital charra, retomamos el trayecto. Yerro al pensar que nuestra próxima detención tendrá lugar en Plasencia ya que abandonamos la autovía y nos encaminamos a Béjar. Mientras recorremos sus calles trato de recordar los sitios objeto de nuestra estancia de hace un par de años, pero hemos entrado por el lado contrario y me cuesta situarme; no obstante reconozco el Palacio Ducal que tanto llamó mi atención en la anterior visita por sus connotaciones cervantinas y quijotescas.

Nuestro paso por Béjar
En lugar de volver a la autovía, cuyo elevado viaducto se nos presenta cual arco iris hormigonado, continuamos por una carretera local durante unos pocos kilómetros, atravesando un pequeño puerto y, llegados a Baños de Montemayor, volvemos a detenernos para que desciendan algunos pasajeros. Me sorprende este pueblo balneario, perdido en la serranía de Béjar, por sus numeroso hoteles y restaurantes que, a primera vista, parecen muy concurridos.

Seguimos por esta misma carretera  hasta la estación de autobuses de Plasencia, que ahora si pienso será la última antes de finalizar nuestro rumbo. El descanso de cinco minutos lo aprovecho para estirar un poco las piernas porque, como Rambo, no las siento. Retornamos a la autovía, a un panorama que reconozco de inmediato. Se van sucediendo los hitos tantas veces frecuentados: a la izquierda las obras del proyectado AVE Madrid-Lisboa, más adelante el río Tajo, después el Almonte con indicación de los Puentes de Alconétar y, por fin, los llanos de Cáceres con un campiña gualda de hierbas secas, dispuestas para propiciar cualquier incendio al menor descuido.

Cáceres al atardecer
Las ocho menos diez de la tarde marca el reloj de la estación de Cáceres cuando descendemos del autocar. Poco menos de nueve horas ha sido el tiempo invertido en nuestro desplazamiento desde Gijón. El chófer anuncia quince minutos de descanso y el cambio de conductor que finalizará el recorrido hasta Sevilla. Entre tanto, recogemos nuestro equipaje.

La experiencia de este viaje ha hecho que me reafirme en mi preferencia por el tren para este tipo de desplazamientos regulares; el ferrocarril, por muchas paradas que haga, me resulta mucho más cómodo y menos agotador. He echado en falta la amplitud de sus asientos, el poder desplazarme entre los coches, las posibilidad de tomar un café o una cerveza mientras se viaja, la brevedad de sus paradas en las estaciones, en cuyo acceso no se pierden tantos minutos como los que se invierten para llegar a las de los autobuses abandonando las autopistas, autovías o simplemente las carreteras, teniendo que volver después a ellas. Lástima que no siempre sea posible utilizarlo.

miércoles, 24 de septiembre de 2014

Semana asturiana



Dejando atrás la marea del día del chupinazo, con un punto de nostalgia por nuestra deserción en plenas fiestas tudelanas, plantamos nuestros reales en Gijón, ciudad lanzadera desde la que íbamos a efectuar pequeñas excursiones matinales por lugares no recorridos en viajes anteriores. La tarde de nuestra llegada la dedicamos a un reconocimiento minucioso del terreno de nuestro campamento base situado en un hotel en pleno corazón de la ciudad: el parque de Begoña. Dicho parque, las calles Moros y Corrida, así como el puerto deportivo, la Plaza Mayor y la Playa de San Lorenzo, fueron nuestras primeras exploraciones.


Santa María de Lena

Nuestra primera salida que realizamos en una mañana gris, en la que se nos coló de polizón un intermitente orbayu, fue para conocer la iglesia de Santa Cristina de Lena, situada en una colina del valle del río del que toma el nombre. El pequeño templo, del siglo IX y estilo prerrománico asturiano, me impactó. Tiene planta de cruz griega, muros ciegos con contrafuertes y ábside cuadrangular. Al interior pasamos por un pequeño atrio. La única nave tiene dos niveles siendo más alto el del altar que el de la entrada y consta de un iconostasio formado por tres arcos de piedra con cuatro columnas con sus capiteles, cerrados por celosías.

Interior de la iglesia con el iconostasio de piedra
La bóveda es de cañón y descansa sobre arcos fajones reforzados por los contrafuertes exteriores. Por unas estrechas escaleras sin ninguna protección subí a una especie de coro, según nos dijeron el sitio reservado a los reyes, desde el que disfruté de una visión completa del interior de esta preciosa iglesia.

A continuación nos trasladamos hasta Langreo para visitar el Museo de la Siderurgia, ubicado en la antigua fábrica Duro Felguera en el distrito urbano de La Felguera. Un museo un tanto decepcionante a mi entender. Lo más destacable es su alojamiento en el interior de una espectacular torre de refrigeración de unos cuarenta y cinco metros de altura.

La increible cocina obrera de 1916
Llamó poderosamente mi atención la visita a una vivienda obrera  de 1916 dotada de una distribución interior y unos servicios inhabituales en esa época, propiciada por el paternalismo de Pedro Duro, fundador de la siderometalurgia de La Felguera.

Nuestra segunda excursión mañanera nos llevó a la comarca de Villaviciosa, concretamente al Valle de Boides para contemplar un monumento milenario: la iglesia, también prerrománica, de San Salvador de Valdediós, conocida como el Conventín. 


San Salvador de Valdediós
A diferencia del anterior, el día amaneció espléndido, lo que hizo que luciera con magnificencia todo el verde esplendor de las arboledas que rodean el lugar donde se asienta este templo, totalmente despejado, sin que ningún obstáculo nos impidiera admirarlo desde cualquiera de sus ángulos. Este armonioso edificio alargado consta de tres naves abovedadas, las dos laterales más bajas y estrechas que la del centro, separadas por arcos de medio punto, asentados sobre pilares cuadrados que sostienen los altos muros de la central en los que se sitúan una serie de vanos de medio punto que permiten una iluminación directa. Hay restos de las pinturas que revestían y adornaban el interior. 

Salimos por una puerta lateral, atravesando un estrecho pórtico abovedado y con muy bonitas celosías, en dirección a la iglesia del monasterio de Santa María que se encuentra a pocos metros, un tanto eclipsada por la armonía y belleza de la anterior. 


Santa María
Accedemos a ella por la puerta de los muertos, en cuyo tímpano se encuentra la inscripción fundacional. Se trata de un templo de aspecto netamente románico del siglo XIII, con la austeridad propia del císter, compuesto de tres naves amplias, transepto y cabecera de tres ábsides con columnas y ventanas de medio punto. Por la llamada puerta de los monjes pasamos al notable claustro renacentista que fue reconstruido después de la destrucción del anterior por unas grandes riadas que se lo llevaron por delante junto a la residencia monacal. La fachada principal, alterada con un porche posterior, debió tener una gran monumentalidad a juzgar por las dos puertas existentes en ella y la espadaña original. El rosetón de trazos góticos es restaurado. 


Puerta de la nave central
La puerta de la nave central, de grandes dimensiones y profusamente decorada, consta de tres arquivoltas semicirculares en las que se alternan los populares dientes de sierra asturianos y los florones de cuatro pétalos.

Tazones
Como el día invitaba y ya estábamos un tanto saturados de turismo artístico, nos trasladamos a la pintoresca aldea de Tazones, a orillas del cantábrico donde pudimos comprobar que efectívamente las parrochas fritas estaban de miedo.

El siguiente día la visita era para Oviedo. Nos desentendimos de las iglesias de Santa María del Naranco y San Miguel de Lillo, que ya habíamos visitado hacía un par de años, y nuestros pasos se dirigieron a la iglesia de San Julián de los Prados.


San Julián de los Prados
Esta iglesia, conocida popularmente como Santullano, fue contruida en el siglo IX, durante el reinado de Alfonso II El Casto. Tiene planta basilical de tres naves, la central más alta y ancha que las laterales, la cubierta es de madera exceptuando los tres ábsides que son de bóveda de cañón. El transepto, sin crucero, está formado por una nave más alta que la central y la separación entre la principal y la transversal se realiza mediante un  muro en el que se abren tres arcos, el central muy grande con forma de arco de triunfo y los otros semejantes pero más pequeños. Toda la iglesia se encuentra adornada con pinturas murales en estuco, con influencias del bajo imperio romano, con  una gama de colores que abarcan desde el gris-azul, el ocre-amarillo y el rojo carmesí. Estas pinturas son el elemento primordial de este templo y constituyen el legado más importante de Occidente tanto en cantidad, variedad y conservación.

Interior de la Catedral de San Salvador

El Claustro
Posteriormente visitamos la catedral de San Salvador, en la que, dado los dilatado del tiempo de su edificación, confluyen varios estilos arquitectónicos. Allí se dan cita el prerrománico de la Cámara Santa,  las bóvedas románicas, el remate renacentista de la torre y el barroco de la girola y otras capillas. 

Una de las abundantes estatuas escucha atentamente a nuestro guía
Aun nos dio tiempo antes de volver a nuestro hotel para el almuerzo, de diluirnos en la ciudad vetusta, recorrer sus calles, la plaza del ayuntamiento y hacer unas cuantas fotos a la efigie de La Regenta a la espera de que apareciera en cualquier momento el Magistral.

El cabo de Peñas
La mañana siguiente cambiamos un poquito el chip. Recorrimos los acantilados del Cabo de Peñas observando como los negros nubarrones daban paso a una tímida claridad y las olas se estrellaban contra las rocas tan machaconamente como la cantinela con la que aprendíamos de niños los cabos del norte de España: Machichaco en Vizcaya, Ajo en Santander, Peñas en Asturias, Estaca de Bares, Ortegal y Finisterre en Galicia... así una y otra vez hasta que se nos quedó grabado en el disco duro.

Luanco
El aperitivo lo tomamos en Luanco, un bonito pueblo marinero que recorrimos entre soles y orbayos hasta llegar a la iglesia de Santa María, cuyos porches sobre columnas toscanas se asoman al mar, en la que contrasta su sobriedad exterior con el barroco que se esconde bajo su bóveda de crucería.

El Centro Niemeyer
El día anterior a nuestra partida, finalizamos nuestro periplo por el Principado con una visita a Avilés. Quedé sorprendido por esta ciudad que yo consideraba meramente industrial, pero su patrimonio cultural y su casco antiguo en el que se aglutinan palacios, iglesias, casas nobles, plazas y parques formando un conjunto histórico artístico envidiable, hizo que reconsiderase mi visión acerca de ella. Recorrimos el Centro Cultural Internacional Oscar Niemeyer, con cuyo diseño obsequió el arquitecto brasileño a Asturias a raíz de la concesión del Premio Príncipe de Asturias.


Portada de la iglesia de los Franciscanos
Después hicimos un exhaustivo recorrido por las calles de la ciudad comenzando por el Palacio de Camposagrado y terminando en el barrio de casas con galerías similares a las de La Coruña y otras de signo modernista, pasando por las iglesias de los Franciscanos, de San Nicolás de Bari, Sabugo, la Plaza del Ayuntamiento y los palacios de Llano Ponte, Ferrera y Balsera. En el parque del Muelle, con su colección de esculturas, esperamos a nuestro autobús para que nos llevase de regreso a Gijón.

Jardín Botánico Atlántico
Las tardes playus fueron de relax y las dedicamos a conocer el Museo del Ferrocarril, las Termas Romanas, las iglesias de San Pedro, San Lorenzo y San Francisco, el Jardín Botánico Atlántico, los parques de Begoña, Isabel la Católica y del cerro de Santa Catalina, el puerto deportivo, el palacio de Villagigedo donde exponía un extremeño, la plaza Mayor  y, sobre todo, las cervecerías de las avenidas de Rufo García y de la Costa.


La Escalerona en la playa de San Lorenzo
Paseamos por la playa de San Lorenzo y, cuando la marea devoraba la arena, hicimos una pausa allí donde, según Víctor Manuel, un policía municipal puso una multa de veinticinco pesetas a dos guajes por verter aguas junto a la Escalerona  el día que fueron a ver el mar por primera vez.  

Las noches gijonesas, con una temperatura muy agradable, consiguieron que nos hiciéramos clientes asiduos de la terraza de una de las cafeterías de la calle Corrida, donde una simpática camarera rusa, nos atendió con una amabilidad exquisita.

Receta de la Fabada Asturiana
Una semana interesante, amena y tranquila en una tierra cautivadora en la que, a pesar de no seguir los circuitos habituales turísticos, no quedamos defraudados porque en Asturias hay muchas cosas por conocer y de las que disfrutar, entre ellas una buena fabada.

viernes, 19 de septiembre de 2014

Cuadros y un poema


Las tardes en Gijón transcurrían plácidamente. Era nuestro tiempo libre y lo dedicábamos al descanso  y a recorrer sitios no programados en las excursiones matinales, así como las cervecerías y sidrerías del lugar. Una tarde visitamos las termas romanas, otra el museo del ferrocarril, otra disfrutamos del jardín botánico y otra recalamos en el Palacio de Revillagigedo, entre el puerto deportivo y la plaza del Ayuntamiento, frente a la efigie de Don Pelayo.


Cuadro del cartel de la exposición
Este edificio barroco, tan emblemático de Gijón, albergaba una exposición del pintor y escultor hiperrealista extremeño Enrique Jiménez Carrero. Siempre había pensado que el rojo era un color que debiera utilizarse con suma mesura por ser una tonalidad difícil, no obstante, al contemplar esta colección en la que todos los lienzos tenían un fondo común: un bermellón impactante, casi agresivo, con una sutileza y unas figuras emergentes espectaculares, me sentí abrumado y totalmente seducido por la viveza que impregnaba todas las salas. 


Las tres gracias
Fui contemplando uno a uno, minuciosamente, los cuadros allí expuestos, regalándome con el insultante colorido, los guiños a obras clásicas como las meninas, las tres gracias, la visita del ángel o cualquier Virgen con niño, caballos emergiendo por un lateral del marco o saliendo del museo; todo ello imbuido de un realismo lindando con la fotografía, lo que se conoce como hiperrealismo.


La visita del ángel
Acompañaban a estas obras relatos de varios autores tanto en prosa como en verso.


Las Meninas y el antifaz del carnaval
Ante los lienzos de unas bailarinas etéreas, inmersas en un rutilante halo bermejo, sentí un escalofrío al comenzar a leer el texto que las acompañaba. Se trataba de un poema de Javier Ruiz Taboada que llevaba por título ¿Bailas? Estaba junto a mí una compañera, hábil declamadora. Sin previo acuerdo, al alimón, comenzamos a recitar en voz alta este poema. Fue algo mágico y noté cómo se me erizaba el bello de los brazos. Al finalizar nos miramos entusiasmados.

De vuelta ya en casa, recordaba muy poco de la poesía, pero sí el nombre del autor. Como algo bueno tienen en su haber las redes sociales, logré ponerme en contacto con él a través de Facebook. Me informó que había compuesto ese poema para la exposición de Enrique Jiménez Carrero pero que también la había incluido en su último libro. Deseando conocer algo mejor su obra lo he adquirido.

Finalizo esta entrada, transcribiendo los versos de Javier Ruiz Taboada que tanto me impactaron, acompañados por las imágenes de las pinturas para las que fueron escritos. 


¿Bailas?

Baila conmigo sin tocar el suelo.

Tu cabeza en mi hombro. Tu cintura
abrochada a mis manos, asidas
a tu cuerpo varado entre dos brumas.

Bailemos el bolero del reloj parado.
La canción de los besos sin medida.

Gira conmigo al son de los pecados
que esperan a la vuelta de la espina
de una cama de seda perfumada.



Baila con libertad de piel pintada,
que espera un aclarado al rojo vivo,
esta noche que estamos separados
por una soledad que nos consume.

Baila conmigo y que se pare todo
alrededor de un mundo clandestino.

El Baile de los sueños ha empezado
y han colgado guirnaldas de la luna.



Baila conmigo, sin tocar el miedo,
un vals sobre el rectángulo de la ternura.

Baila sin que se apague tu mirada
ni el brillo de tus ojos de aceituna.

Bailemos como el aire entre las ramas,
como el mar cuando sube la marea,
con un deseo que se vuelve llama
vibrando en el tejado de una vela.
  


(Del poemario Contra viento y maneras. Javier Ruiz Taboada)
(Las fotografías de los cuadros están sacadas de la red)


viernes, 5 de septiembre de 2014

In excelsis


Esmalte del Pantocrator en el retablo 
La llegada a Navarra de la vuelta ciclista a España, en concreto la finalización de la undécima etapa en Aralar, me ha traído a la memoria una excursión, cuya proyectada redacción quedó abortada a causa de la galbana en que me he visto inmerso durante estas vacaciones. Tratando de recuperar la normalidad, pongo manos a la obra.

El diez de julio pasado amaneció indeciso sin saber si el sol, que tímidamente asomaba su faz, se impondría a la leve amenaza de llovizna con la que fuimos recibidos a nuestra llegada a Lekumberri, en la vertiente opuesta a la que han utilizado los ciclistas. Aprovechamos la parada realizada en este lugar para tomar fuerzas con las que afrontar el día.

Tras esta pausa, iniciamos la ascensión hasta una bifurcación en la que el autobús tomó el sentido contrario al Santuario para, una vez atravesada la pequeña población de Alli, enfilar la carretera que conduce a la localidad de Astitz. Pocos kilómetros antes de llegar a éste, se desvió a la izquierda por una estrecha pista que nos llevó a un lugar despejado donde, rodeado del verdor insultante del arbolado y los pastizales, estaba la zona de recepción de visitantes de las cuevas de Mendukilo, cuya visita guiada teníamos prevista para las once de la mañana. 

Bosque cercano a la cueva de Mendukilo

El sol daba la engañosa impresión de que, por fin, iba a lograr imponerse a las nubes dando un tono menos apagado al paisaje. La temperatura era inusualmente fresca para el mes de julio, por lo que todos llevábamos ropa de abrigo.

Por el interior de la cueva
Por una pista ascendente llegamos a la boca de la cavidad y penetramos en ella. Mendukilo es una caverna abierta al público en 2005 por lo que su adecuación es muy moderna, estando equipada con una iluminación dinámica que se iba adaptando a medida que transitábamos por las pasarelas flotantes que nos permitieron contemplar la diversidad y cantidad de formaciones que se nos fueron mostrando a lo largo del recorrido de quinientos cuarenta metros, con un desnivel de unos cuarenta, en los que pudimos admirar la belleza de numerosas estalactitas, estalagmitas, banderolas, etc.

Impresionantes formaciones

La cueva continúa
En un momento dado, cuando nos encontrábamos en lo más profundo, la guía nos anunció que se iban a apagar todas las luces y nos invitó a cerrar los ojos y permanecer en absoluto silencio para escuchar el corazón de la gruta.

Coladas

Caprichos
Cuando nuestros oídos se acostumbraron, comenzamos a oír los sonidos del continuo gotear del agua de las estalactitas y, durante unos instantes irrepetibles, sobrecogedores,  tuve la vívida sensación de que la paz, la calma y la tranquilidad me invadían, conformando una relajante simbiosis con el reposo y el sosiego reinantes en la oscuridad de las profundidades de la Sierra de Aralar.

Estalactitas

Banderas
Finalizada la revista de la cueva, subimos de nuevo al autocar que, retrocediendo hasta la bifurcación, se dirigió hacia la cumbre de la montaña mágica de los navarros. Poco a poco fuimos ganando altura transitando por una carretera oscurecida por las abundantes hayas, robles y castaños que impedían el paso de los escasos rayos solares.

La Barranca se extiende hacia Alsasua
Dejando atrás Baráibar, cuando llegamos a la cima era ya la hora de comer, cosa que hicimos en el restaurante existente junto al Santuario, no sin antes disfrutar de la maravillosa panorámica que se contempla desde esa altura. La Cuenca de Pamplona a nuestra izquierda, frente a nosotros, la mole de San Donato, cuya poderosa quilla se yergue sobre el profundo mar verdoso del valle de la Barranca o Sakana, por el que discurren el río Araquil y la A-10 en dirección a Vitoria, salpicado por los islotes de las poblaciones de Huarte Araquil, Arbizu, Lakunza, Etxarri Aranaz, Lizarraga y más en la lejanía Alsasua. Las sierras de Andía y Urbasa limitan nuestra vista. A la derecha la sierra de Aralar se interna en Guipúzcoa y a nuestra espalda la montaña se desliza al valle del río Larraun. Amortiguaba la espectacularidad del paisaje un cielo plomizo iluminado por la luz que se filtraba  entre algunos espacios de las nubes.

En el horizonte la Cuenca de Pamplona

La mole de San Donato
Alimentado el cuerpo, procedimos a satisfacer el espíritu con la visita al Santuario de San Miguel in excelsis. Románico, referenciado por primera vez en 1032, se supone la existencia de una iglesia prerrománica anterior. Desde el exterior destacan el triple ábside, con un atrio refugio adosado y la cúpula coronando el conjunto. Una sobria portada  con cuatro arcos de arista nos da paso al atrio cubierto por bóveda de cañón de la misma largura que el templo, al que se accede por tres puertas, la central más decorada.

San Miguel in excelsis
La basílica tiene tres naves de casi la misma altura, también con bóveda de cañón y tres ábsides.

La capilla Mayor. Se aprecian las tres naves
Curiosamente, dentro de la misma iglesia, antes de llegar a la capilla mayor, hay un pequeño santuario, con tejado a dos aguas, edificado sobre la gruta en la que dicen se apareció el ángel San Miguel.

Puerta de entrada y  el pequeño santuario interior
A la izquierda de su puerta hay unas cadenas y en el interior, a la derecha de altar un hueco en la roca en el que algunos introducen la cabeza. Aquí se encuentra una curiosa imagen del Ángel que porta una cruz sobre la cabeza, pero se trata de una copia ya que el original se encuentra en la sacristía. Esta imagen es muy venerada y después de la Pascua de Resurrección, abandona el Santuario y, durante tres meses, visita más de doscientas cincuenta poblaciones de esta zona de Navarra.

Alguien metiendo la cabeza en el agujero, junto a la imagen
Preside la capilla Mayor quizá su más preciado tesoro: el retablo de los esmaltes. Realizado en tiempos del rey Sancho VI El Sabio, en el siglo XII, consta de treinta y nueve piezas de esmalte, placas y medallones con adorno de pedrería semipreciosa. Según se cree fue regalo de Ricardo Corazón de León a su futura esposa doña Berenguela de Navarra. Fue robado por Erik el Belga, siendo este su "trabajo" mejor pagado y, afortunadamente, fue recuperado años más tarde.

Retablo de los esmaltes

Como sobre cualquier lugar mítico que se precie, también en torno a Aralar existen numerosas leyendas; la más popular es la de Teodosio de Goñi que ahora paso a relatar:


En Navarra, antes de existir los reyes de Pamplona, predecesores de los de Navarra, vivía en el valle de Goñi un noble llamado Teodosio, casado con doña Constanza de Butrón. Poco después de su matrimonio, el caballero tuvo que abandonar su hogar para ponerse al frente de la lucha contra los árabes.


Doña Constanza quedó sola en palacio con sus suegros, a los que cedió la habitación y el tálamo señorial para que pasaran la noche con más comodidad, ocupando ella otra más pequeña. Cuando su marido volvía victorioso a su castillo, se le apareció el diablo disfrazado de Basajaun,  Señor de los Bosques, quien le hizo creer que su mujer le engañaba con un criado.



Teodosio, fuera de sí, se lanzó a galope tendido hacia su casa. Amanecía cuando llegó a palacio y, ofuscado y lleno de ira, penetró en su habitación matrimonial con una daga en la mano con la que apuñaló reiteradamente a las dos personas que ocupaban la cama, convencido de que se trataba de la esposa infiel y su amante.

Creyendo haber vengado el agravio, salió de casa y, estupefacto, se dio de manos a boca con su mujer que salía de misa. Sobrecogido,  descubrió que aquellos a quienes había dado muerte en su lecho eran sus desgraciados padres. Horrorizado por el parricidio, marchó a Pamplona a pedir perdón al Obispo quien, escandalizado por crimen tan execrable, le ordenó marchar en peregrinación a Roma para que fuera el propio Sumo Pontífice quien le absolviera de su pecado.

Las "dichosas" cadenas
Llegado a la ciudad eterna, el Papa le absolvió en vista de su arrepentimiento, pero le impuso la penitencia de arrastrar unas gruesas cadenas hasta que se le desprendieran por un milagro divino. Ello sería, sin lugar a dudas, la señal de que había sido perdonado.

Para cumplir la penitencia, se retiró al monte Aralar y, al tiempo, vio salir de una profunda sima un gran dragón que amenazaba devorarlo. Teodosio, indefenso, hincó las rodillas en tierra e imploró la protección de los cielos con esta exclamación: San Miguel me valga.

Al instante, con un gran estruendo, hizo su aparición el arcángel invocado mostrando una cruz sobre su cabeza, quien, en encarnizada lucha, venció y dio muerte al dragón al grito de ¡Quién como Dios!

Ipso facto, oh prodigio, se desprendieron las cadenas, signo inequívoco de la misericordia divina. Ya libre, Teodosio volvió a su casa de Goñi donde le esperaba su amada esposa. Y ambos, no es que fueran felices y comieran perdices, sino que, agradecidos a Dios, erigieron en la montaña de Aralar el primitivo santuario dedicado al celestial Arcángel y al que pusieron el nombre de San Miguel in excelsis.


Como podréis comprobar, se trata de una leyenda muy propia de la época y de un estilo muy similar a otras muchas que pululan sobre el Camino de Santiago. 

La magnífica casa de Leitza
Para finalizar el día, montamos en el autobús, descendimos hasta Lekumberri y desde allí nos dirigimos a la cercana población de Leitza. Unas cervezas y un paseo por el pueblo, que nos llevó hasta la magnífica casa popularizada por la película Ocho apellidos vascos, para dar por concluida la jornada y regresar a una hora no intempestiva a nuestra ciudad.

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